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Del discurso del odio a la violencia explícita

Los discursos violentos no son inocuos. Menos si son recurrentes y ejercidos desde lo más alto del poder, porque terminan instalándose de tal forma que condicionan la conciencia de millones de personas, provocando que, en determinados contextos y circunstancias, si la violencia encuentra caldo de cultivo en individuos proclives a la manifestación explícita de las conductas agresivas, el cauce de la ofensa verbal y la estigmatización pase de la palabra al acto. Del discurso de odio al crimen de odio.

En Europa y Estados Unidos han prendido con singular y peligrosa eficacia los discursos xenófobos, que le adjudican a los extranjeros de los países pobres la culpa de la mayoría de los males de esas sociedades. En Europa, a los inmigrantes ilegales que huyen de la miseria y las guerras, provocadas en muchos casos por las propias potencia globales, que asolan a países de África y Asia. En Estados Unidos, sobre todo a los inmigrantes latinos.

En Patrick Crusius, estadounidense y blanco, prendió rápidamente ese discurso xenófobo que esgrime como emblema Donald Trump desde que decidió postularse, hace más de una década, a presidente de la Nación más poderosa de occidente. Y decidió pasar de los discursos a la violencia armada.

Pues bien, Crusius fue condenado este lunes nuevamente a cadena perpetua por la masacre que protagonizó en 2019, durante la primera presidencia del republicano, cuando asesinó a disparos de arma de fuego a 23 personas, en su gran mayoría latinos. El hecho, ocurrido en una tienda Walmart, en El Paso (EE.UU.), pasó a la historia como el tiroteo más mortal dirigido contra la comunidad hispana hasta el momento.

Antes del tiroteo, el victimario publicó un manifiesto con proclamas antiinmigrantes y de nacionalismo blanco. En su declaración, admitió que el ataque fue una respuesta a lo que consideró “la invasión hispana de Texas”, expresión que utilizan con frecuencia, con distintas variantes, figuras políticas del Partido Republicano de ese país, incluido el propio Trump.

Otra vez: los discursos, si son recurrentes y ejercidos desde lo más alto del poder, no son inofensivos, o apenas bravuconadas proferidas desde un micrófono o la cuenta de una red social. Existe un riesgo concreto de que el discurso violento de Javier Milei contra los periodistas pase a agresiones físicas concretas. Desde hace mucho tiempo, incluso antes de que asumiese como presidente de la Nación, viene apuntando contra comunicadores que no coinciden con sus puntos de vista sobre la política o la economía. Hace unos días publicó en X un mensaje inquietante: “Había creído que una gran parte del periodismo había llegado a su máxima expresión como basura mentirosa con el tratamiento de la reducción de la pobreza. Me equivoqué. Me quedé corto. (…). En definitiva, creo que la gente no odia lo suficiente a estos sicarios con credencial de supuestos periodistas. Si los conocieran mejor los odiarían aún mucho más que a los políticos”.

Ayer, un hombre agredió con un golpe de puño sin motivo alguno al periodista Roberto Navarro, que tiene una mirada crítica del Gobierno nacional. Tal vez el ataque no tenga relación con las palabras de Milei. O tal vez sí. Pero en un caso o en el otro, resulta imprescindible frenar los discursos de odio, que suelen pasar del plano meramente verbal al de la violencia explícita.

Los discursos de odio, si son recurrentes y ejercidos desde lo más alto del poder, no son inofensivos. Los discursos de odio, si son recurrentes y ejercidos desde lo más alto del poder, no son inofensivos.

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