ni debo quedarme
en la agonía lírica” (p. 108)
Dirá la gran Nodriza que otra vez vuelve a encender la antorcha de la palabra. La poeta lleva años desandando la puna catamarqueña, siguiendo el paso de un canto ancestral, acompañando y aprendiendo de distintas mujeres del interior profundo de nuestra Catamarca, experimentando junto a ellas ese “estar-siendo” del ser americano, del que nos habla Rodolfo Kusch. Parte de ese andar es resultado del poemario que da continuidad a la colección “Chinitas”, de El Guadal Editora.
En “Mujeres de roca y pétalo”, la voz lírica entrelaza la fortaleza con la sabiduría y la delicadeza de estas mujeres de nuestra puna, evidenciando una poética que desafía e intenta sanar esa “herida colonial” (Mignolo) que la conquista dejó, pero que aún perdura en los cuerpos y territorios de América latina. María Elena reconoce su designio de poeta comprometida con esas otras realidades: las ocultas, las tapadas, las lejanas. Para denunciarlas y ser fuente de testimonio, como poeta, tiene la palabra y con ella siembra versos; como mujer (madre, abuela y maestra rural) tiene su andar incansable, su escucha atenta y los abrazos en los que se hermana con aquellas mujeres.
El libro se inicia con una serie de poemas que aluden a la historia de la muerte prematura de Ana. La poeta, al igual que su nodriza María Eva, su obrera de la luz, “trae en la sangre urgencias”: la de dar cuenta de esta historia que le llegó y que rememora viejos y antiguos dolores. Hay un golpe en la sangre de la voz poética y, al igual que cada enero el árbol de mistol ofrenda los frutos a la niña muerta, la poeta ofrenda sus versos:
“Ana nunca
lo supiste.
Jamás podrás
saberlo.
Tu muerte pequeñita
me duele todavía.
¡COMO HACHAZO
EN LA SANGRE!” (p. 19)
En las otras historias que encontramos a lo largo del poemario se produce un juego lírico entre la memoria de las copleras, a quienes les brotan los versos desde una lejanía antiquísima, y la poeta que recibe esos testimonios, los atesora y ahora nos los comparte hechos poemas.
Elisita, Nicolasa, Eumelia y Cruz son hijas del sol, peregrinas del viento, conocedoras de una sabiduría ancestral, alquimistas de la palabra y guardianas del canto; ellas, en este libro, cantan junto a nuestra poeta y se convierten en hilanderas de una memoria e identidad que no se rinde ante el olvido.
La preservación de la palabra sonora y milenaria mediante la incorporación de los rasgos de la oralidad, da continuidad a una tradición lírica de nuestra literatura catamarqueña: la copla. Así, este poemario fluye por el lecho ancestral de la memoria, hacia un lugar donde se entrelazan la melodía, el canto, el ritmo y la palabra.
“La copla no tiene dueño”, se lee en uno de los poemas. La copla o cuarteta octosilábica es definida por el semiólogo Raúl Dorra como “la estrofa más constante en la transmisión de la cultura oral”. Además, si la oralidad se concibe como un modo de habitar el mundo y de mantener viva la comunidad, la poesía que surja de ésta, -sostiene Dorra- “nos ilustra acerca de las formas primarias de apropiación del mundo por la palabra, acerca de los procesos de la memoria colectiva, de lo imaginario social, de la construcción de una ideología, etc.
“Cuando la vidaleada comienza
sus labios apenas se entreabren
y el lamento le nace
limpio vertical desde atrás
de los tiempos.
Grito vidalero que florece.
Lava sonora que estalla
desde la entraña planetaria
en su garganta de arcilla
donde acontece el universo” (pp. 23-24)
A través de estos versos, el yo lírico acentúa la importancia de la transmisión oral como categoría de resistencia cultural y preservación de la identidad. Como así también, en todo el poemario se percibe la intrínseca relación con la naturaleza, lo cual da cuenta de la cosmopraxis andina donde el vínculo con la tierra es fundamental, y las mujeres son intérpretes en esa construcción de significados y resistencias culturales.
El canto coplero hermana a las mujeres para denunciar injusticias, violencias, soledades, dolores nuevos y antiguos. La voz de ellas irrumpe sobre ese ritmo binario del “tum tum” de la caja, reproduciendo un latido vital de fortaleza:
“Cruz Farfán
sigue crucificada
a su caja blanca.
Desde esa luna llena
empozada en su pecho
de barro iluminado
el latido crece.
CRECE
y sube
a la loma
que prolonga
hacia el azul
su patio.
Multiplica el latido
de su estirpe americana” (p. 145)
Es el canto comunal y coplero el que no ha podido ser desterrado; eso, las vidaleras y la poeta lo saben. Quienes debemos, creo, no perder de vista somos nosotros, los de “la ciudad”, los que caminamos el cemento con la cabeza gacha sin percibir en nuestros rostros el susurro de la Pacha.
En este libro, los versos danzan al compás de la cadencia de la vidala y del canto tribal y María Elena nos invita a escuchar, con la certeza de que “tanto dolor hecho vidala/ El llanto/nos iguala/ hacia arriba/Nos iguala” (p. 154) y con la humildad de quien sabe que en el canto de las vidaleras y los vidaleros se esconde el latido del mundo.
“Mujeres de roca y pétalo”, es rizoma, grito y abrazo. Es el testimonio de las que fueron y las que son, de las que resisten en la piedra y florecen en la palabra.