Mas Noticias

El oficio del historiador: la duda como trinchera

Bendito sea quien interroga las huellas, el que no se conforma con lo escrito en piedra ni con las letras doradas del vencedor. Quien se agacha a recoger las migas de la memoria, quien hurga en los silencios, en lo no dicho, en lo borrado a propósito. El historiador no vive en el pasado, aunque lo recorra con ojos de asombro. Vive en el presente —comprometido— dando testimonio del tiempo, desenmascarando ficciones, tendiendo puentes entre generaciones, rescatando voces soterradas bajo el polvo del olvido.

Ser historiador es poner en disputa quién cocinó y quién sirvió en los banquetes de las victorias gloriosas. Es cuestionar los nombres grabados con mármol y bronce, y preguntar quiénes quedaron afuera de la escena, quiénes levantaron el andamio, quiénes construyeron la represa, el palacio, el edificio y monumentos. Es rescatar del olvido a los albañiles de la historia, a las mujeres disipadas, a las comunidades originarias marginadas, a los sectores postergados, a las juventudes silenciadas. Es darles voz a los principios universales: a la vida y a la muerte, al amor y al odio, a la paz y a la venganza, al resentimiento, la guerra o la revolución.

Es darle voz a lo que nos define como humanos. Porque la historia no es solamente pasado: es la voz del presente que interroga al ayer, y es también la voz del porvenir que sueña transformaciones con raíces profundas. ¡Eso es la historia!

Y si bien se la conmemora por aniversarios, por fechas y efemérides, no debemos olvidar que el oficio del historiador se inscribe en un campo de tensiones. Tensiones epistemológicas, ideológicas, políticas. Batallas culturales que atraviesan las aulas, los archivos, los medios de comunicación, las calles, las redes, el barro y el barrio, como también la conciencia individual y colectiva.

Ser historiador es abrazar un compromiso con la duda, con la complejidad, con el derecho a recordar, y también con el deber de interpelar. Es habitar la controversia. Es aceptar que la historia no está cerrada, que puede y debe ser revisada.

Como decía Marc Bloch, “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente”. Por eso el historiador no vive en el pasado, aunque lo recorra con pasión. Vive en el presente. Y desde ahí lanza sus preguntas al ayer. No para justificarlo, sino para desentrañarlo. No para adorarlo, sino para confrontarlo.

Y también, como se preguntaba un niño a su padre —y Bloch recogió con la hondura de lo simple—: “Papá, ¿para qué sirve la historia?”. Sirve para pensar. Sirve para incomodar. Sirve para desnaturalizar el orden vigente y hacer visibles las estructuras que nos atraviesan. Sirve para dar batalla por la memoria, por la verdad, por la justicia. Sirve, finalmente, para transformar.

En tiempos donde todo parece acelerarse, donde lo efímero reemplaza a lo profundo, donde los archivos se digitalizan pero la memoria se fragmenta, la historia sigue siendo un refugio y una trinchera. El historiador trabaja con vestigios. Con testimonios voluntarios e involuntarios. Con cartas, con piedras, con números, con gestos. Y no espera que el documento hable solo. Porque sabe que nada habla si no se lo interroga.

La historia es, entonces, ciencia del hombre en el tiempo, pero también es sensibilidad: es la lucha por el sentido. Edward Carr, desde su escritorio lleno de papeles revueltos, nos recuerda que los hechos no hablan por sí solos: son como pescados en la losa del mercado: el historiador los elige, los limpia, los cocina, y luego los sirve.

Porque la historia no se reduce a acumular datos. Es interpretación, es diálogo incesante entre pasado y el presente. Entre el documento y la mirada. Entre lo que ocurrió y lo que decidimos que importa. Los hechos no son inocentes. Son seleccionados, jerarquizados, organizados, desde una posición, desde un tiempo, desde una ideología. Por eso, estudiar historia es también estudiar al historiador. Su época, sus pasiones, sus luchas, dudas e incertidumbres.

Carr nos alerta ante ello: “En general, el historiador tendrá el tipo de hechos que desea”. Y entonces, ¿qué historia estamos deseando construir? ¿Una que perpetúe lo instituido, o una que interrogue lo que fue para abrir lo que vendrá?

El progreso —si existe— es producto de esa audaz disposición a cuestionar lo establecido. A desafiar, en nombre de la razón, las formas actuales de pensar el pasado y las suposiciones que lo sostienen.

La historia no es neutral. Y el historiador no es un espectador: es un tejedor de sentidos, un obrero del tiempo, una conciencia en permanente movimiento dialéctico. La historia no es solo oficio, es vocación, es ética, es arte, es resistencia. La historia es problema. Es hipótesis. Es una herida abierta y un faro encendido. No se estudia para conmemorar. Se estudia para comprender. Y desde ahí, para transformar.

En palabras de Bloch, el historiador es quien “se parece al ogro de una leyenda: donde huele a carne humana, sabe que está su presa”. Porque no le interesan los mármoles ni las estatuas, sino las vidas que ardieron detrás de cada hecho, las contradicciones, las tensiones, los sueños que murieron y aquellos que aún laten.

La historia no está cerrada. Nunca lo estará. Porque mientras haya preguntas, mientras haya injusticias sin nombre —o con nombre—, mientras haya olvidos que duelen, el oficio del historiador seguirá siendo imprescindible. No para dictar verdades, sino para disputar sentidos. No para custodiar el pasado, sino para abrir futuros.

Feliz día a quienes tienen como oficio interpretar y transformar. A quienes preguntan, dudan, revisan, reconstruyen y escriben con palabras que arden. Porque donde hay historia, hay posibilidad. Y donde hay posibilidad, hay futuro.

Más Noticias

Todas las fotos del increíble cumpleaños número 49 de Ángel de Brito rodeado de famosos

Ángel de Brito no dejó pasar su cumpleaños número 49 y organizó una fiesta que mezcló televisión, amistad y noche porteña. El...