Según Gabriel García Márquez, toda buena obra es una adivinanza del mundo. “Adivinanza”, dice Palencia Roth, tiene dos acepciones principales. Una de adivinación, con el significado de predecir el futuro, lo oculto, lo desconocido, de resolver el enigma. La otra, la del “acertijo”: presentar un problema o enigma que se propone como pasatiempo. En ambos casos, algo oculto o desconocido ha de ser traído a la luz, ha de ser “conocido”, descifrado. El acto de descifrar presupone la existencia de la cifra, y esta se descifra por medio de la clave. Y este es nuestro desafío al abordar el poemario “Anuín y los senderos del fuego” de María del Rosario Andrada.
Este es el cuarto libro que publicó esta autora -aparecieron antes “Uvas del invierno”, “Casa olvidada” y “Tatuaron los pájaros”- y, a nuestro entender, integra con el volumen anterior un mismo corpus en forma y contenido; es este la continuación del otro y juntos representan una misma concepción del mundo poético de Andrada.
En “Anuín…” lo cósmico describe una órbita donde se sitúa la poética de esta autora, territorio cuya penetración deberemos abordar hasta encontrar la clave de la que hablábamos al comienzo. Y ya desde el título, estallan los signos que han de abrirnos las puertas ¿del Paraíso, tal vez, o del infierno? El fuego se enciende en la visión del universo e inquieta desde la primera línea: “Antes del fuego/ el signo de la rosa”, dice la autora y marca la correspondencia entre el fuego como símbolo y la rosa, imagen de la belleza y del amor. De allí parten los senderos de Anuín para cumplir su destino. Un destino que ha de ser revelado en los mitos cosmogónicos y apocalípticos que contiene la obra.
Toda génesis humana forma parte de la génesis cósmica; la humana “repitiendo” o “rehaciendo” la cósmica. Los ritos cosmogónicos narran la creación del universo, sobre los primeros hombres, el paraíso, los comienzos del conocimiento racional. De acuerdo con las observaciones de Gastón Bachelard, la “imagen cósmica” capta un mundo entero o un inmenso universo. Tales imágenes o visiones, aunque generalmente raras, se encuentran con frecuencia en los sueños de la niñez y en las concepciones míticas del hombre primitivo.
En “Anuín y los senderos del fuego” es precisamente el mito del fuego el que traza la cosmogonía del transcurrir entre la vida y la muerte, el todo y la nada. El fuego, primigenia luz, calor, forma en llamas, signa el canto de la creadora e inunda de incendios la existencia. En todo el poemario se expresa por presencia o por ausencia. Leemos: “No había aire ni atisbo de fuego”. Se lo nomina directamente o por metáforas; a través de alusiones, imágenes térmicas, visuales o táctiles: “sol/ incendio púrpura…” “El alba enrojeció los lagartos” “extraña paz de volcanes apagados”.
El fuego es calor que alienta la vida; es también incendio que enciende la pasión: “Hay un incendio/ de rosas / en tu vientre” y en otro poema confiesa: “Crepito como un leño”. Hay una vibración de colores, olores (“el olor a los enjambres”, “el follaje huele a manzanas”), sonidos, sabores (“Anuín bebía el zumo dorado/ del comienzo”) y presagios que movilizan la existencia de Anuín, errante en los avatares cósmicos.
En la contratapa del libro, María del Carmen Suárez dice: “Buscar un reino en los signos. El poema como fuego que enciende un territorio de planicies y sombras. Anuín arriba desde donde todo huele a manzanas como el primer día, desde el paraíso de las transformaciones. La palabra genera encantamientos, un ritual de llamas para limpiar las malezas, abriendo una zona para el hechizo”.
Compartimos con Suárez esta visión de la obra que marca un camino de revelación de la poética de María del Rosario Andrada, quien proclama: “La sangre que me envuelve/ es otra máscara/ y sobre esta las que signan las palabras”. Precisamente para desplazarnos por las entrañas del poema, debemos aludir a la concepción apocalíptica en la creación de esta autora, en cuyas composiciones alternan paraíso e infierno, ángeles y demonios, superponiendo metáforas y sensaciones.
La técnica de esta “visión apocalíptica”, según Frye, describe un universo compuesto totalmente de metáforas, donde cada cosa es potencialmente idéntica a cada otra, como si existiese todo dentro de un solo cuerpo infinito. Tradicionalmente la literatura apocalíptica es secreta; está en los libros “ocultos” que se revelarán a “los hombres justos” o “rectos” al fin del mundo. Creemos que si complementamos la idea del apocalipsis con la “imagen cósmica” podremos descifrar la poesía de María del Rosario Andrada. Y para hacerlo leamos en principio el epígrafe del libro que pertenece a Ana Emilia Lahitte: “La ceguedad del mundo/ era terrible y también sus batallas/ del orden natural./ Todo acontecía en una sordidez/ todavía sin mácula. / Sin infamia enjoyada/ a la rosa, / aún sin nombre/ solo había que amarla”. En este punto Anuín comienza su itinerario.
De este modo la sordidez de la que habla el epígrafe se abre a la aventura de Anuín, que inventa mareas, vientos, pájaros y va superponiendo luces, sombras, dioses, ángeles, demonios, cielo, tierra, infierno, noche, torrentes, animales, en una concepción apocalíptica que se expande en la locura del poema.
En esta recorrida aparecen elementos, símbolos que fueron advertidos en el estudio del libro anterior, “Tatuaron los pájaros”, y que como el fuego y la luz son claves en la obra de María del Rosario Andrada. Son, precisamente los pájaros indicios simbólicos del destino de Anuín. Son, se advierte, el amor: “Y el amor/ este mudo aleteo/ donde solo caben los pájaros muertos”.
El pájaro como símbolo representa el alma, la espiritualidad y la libertad. “Tenía en sus manos todos los pájaros…”; “alas / en los pies / alas / en las manos”; “memoria roja/ de pájaros amotinados”; “corrió a la montaña / y se desprendió como un pájaro”.
“Memoria roja / de pájaros amotinados” leíamos y aquí deberemos desentrañar el sintagma para develar la poética de Rosario Andrada. El color rojo habla de fuego, de un fuego que enciende la memoria, donde los pájaros se amotinan (fuego, pájaros, sonidos) en visión apocalíptica. Este es el poema final donde la autora vaticina: “Después vendrán los hechiceros…”.
Antes, en diversas composiciones había hablado del valor de la palabra: “La sangre que me envuelve/ es otra máscara/ y sobre esta la que signan las palabras”; “tan solo la palabra/ nos presagia la vida”.
El lenguaje, en el sentido mítico-religioso de la Palabra, nos dice Palencia Roth, del logos, indica no solo el comienzo del universo, sino también los principios del comienzo racional. No hay pensamiento racional sin lenguaje y no hay lenguaje que se establezca sin crear a la vez dualidad o, como diría Faucauit, la ruptura y discontinuidad radical. Decir una palabra, no importa cuál, es conseguir la separación de esto y lo otro.
En el caso de María del Rosario Andrada, la palabra no solo sirve para signar la máscara a la que alude en el poema sino también para confesar: “Me abrazo a febriles noches /como un hondo resplandor / cada gesto / cada palabra / son extensiones distintas / territorios de fuego / extrañas posesiones”. Y, al fin, le sirve también para anotar que como ya lo leyéramos: “Después vendrán los hechiceros / con el brebaje cálido / de los frutos / una noche trémula apostará / a los nombres/ a la memoria roja/ de pájaros amotinados/ a las estaciones que fuimos / y /en la abreviatura final / nos encontrará el poema».