martes 29 de abril de 2025
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Algo en qué pensar mientras lavamos los platos
Por Rodrigo L. Ovejero
De vez en cuando la vida nos sorprende con el paso del tiempo. Yo, por ejemplo, recientemente hice la cuenta y resulta que hace treinta años -lustro más, lustro menos- que no intento hablar con los muertos. Fue la primera actividad para la que utilicé una copa, antes de pensar siquiera en echarle bebidas alcohólicas adentro. Por aquel entonces era un entretenimiento popular –desconozco si los adolescentes actuales tienen las mismas tendencias sobrenaturales- aunque nadie podía asegurar haber tenido éxito. Había leyendas, claro, acerca de las consecuencias terribles de abrir vías de contacto con el más allá, pero nadie podía asegurar que se había comunicado con un espíritu. Imagino que de allí viene eso de bebida espirituosa, del hecho de ocupar el mismo objeto que se utilizaba para entablar conversación con un espíritu. Podría estar equivocado, claro, suele suceder.
El espiritismo debe ser una de las creencias que más ha fallado a lo largo de la historia sin que su popularidad se haya visto disminuida, un poco a la manera de otras artes esotéricas, como la economía o el churro ese que se envuelve sobre el caudal de dulce de leche. Año tras año la gente fracasa en distintas iniciativas espiritistas, se ve envuelta en estafas patrocinadas por supuestos mediums –personas que afirman poseer la capacidad para canalizar voces del más allá- y arrojan la toalla en lo que a comunicación sobrenatural se refiere, solo para que poco después otro grupo de entusiastas vaya corriendo a tropezarse con la misma piedra. Por el camino algunos pequeños éxitos alientan la práctica, algunas sillas se mueven solas por las noches, algunos papeles se vuelan sin corrientes de aire aparentes, un practicante termina internado en un hospital psiquiátrico, pero nunca hay una respuesta indubitable, nunca atiende nadie del otro lado, aunque sea para decir número equivocado o pedir que dejen de molestar a la siesta.
Quizás ahora mismo la tendencia no esté tan en boga, aunque sobreviva como sobreviven todas las promesas de una respuesta al abismo insondable. En otros tiempos era más popular. De hecho, si bien yo me dediqué a las alternativas más amateurs y precarias, con un equipamiento improvisado, era posible –y lo sigue siendo- comprar una tabla ouija, una especie de tablero con el alfabeto completo –excepto la Ñ, una discriminación inaceptable hacia los espíritus de habla castellana- números del uno al diez y un casillero de afirmación y otro de negación para hacer más práctica la charla fantasmal. No imagino un escenario en el que un padre llega a su casa con una caja envuelta para regalo y le dice a su hijo que por fin va a poder hablar con los muertos como Dios manda, pero es evidente que para todo hay un mercado. A ninguno de mis amigos le regalaron una, a lo mejor ese fue el motivo de nuestro fracaso, esta clase de cosas hay que tomárselas con seriedad.