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Algo en que pensar mientras lavamos los platos
Rodrigo L. Ovejero
Es difícil describir el libro que he estado leyendo estos días (aunque una primera aproximación podría decir que tiene tapa, contratapa y muchas hojas escritas en el medio, como la mayoría) pero debe tener algo bueno como para que una vez pasadas cuatrocientas páginas unas arañas construyan un zepelín para ir a conocer a Dios y esto resulte la progresión natural de la narración. Por poner las cosas en perspectiva, la última vez que había visto un dirigible con animales encima lo conducían las tortugas ninja, y en aquel momento me pareció una conducta muy impropia de un quelonio, y más todavía de un ninja.
Sea como sea, esta escena me hizo pensar en dirigibles, un medio de locomoción olvidado. A mi criterio, nos rendimos demasiado pronto con ellos. Sucede que en 1937 el dirigible Hindenburg cayó a tierra y el saldo del accidente dejó treinta y seis muertos. Una ganga, si se piensa que la caída de cualquier avión comercial de pasajeros estos días supera holgadamente el centenar de desafortunados. Sin embargo, pese a lo exiguo del número, este medio de transporte cayó en desgracia, injustamente. Fuimos demasiado quisquillosos. Por poner un ejemplo, la bomba atómica mató ciento cincuenta mil personas en Hiroshima, y la industria de las bombas sigue floreciendo (quizás no sea la mejor comparación, pero los números no mienten).
Una de las cosas que siempre me llamó la atención de estos vehículos es su nombre en castellano. Me resulta sorprendente que un medio de movilidad se llame dirigible. Esto implica que quien los bautizó de tal manera procedía bajo la inusual creencia de que los demás medios de transporte no se pueden dirigir. Aviones, barcos, autos, trenes y todo lo demás que pueda llevarte hacia otro lugar lo hacían –en la mente de esta persona- al azar, por rumbos arbitrarios, sin control. Me resulta tan ilógico como llamar comestibles a las hamburguesas o legibles a las revistas.
Ahora bien, al parecer todavía quedan zepelines dando vueltas por el mundo, y aunque no lo he chequeado, me arriesgo a decir que sus tripulaciones están compuestas por humanos en lugar de arañas. Son usados para turismo y propaganda (los zepelines; los humanos también, a veces). Ahora utilizan gases que no son inflamables, para no repetir lo del Hindenburg y realizan trayectos cortos. Personalmente, creo que estamos errando la solución. Los dirigibles todavía pueden ser útiles si los hacemos volar más bajo. Lo ideal sería que no superaran los dos o tres metros de altura, de forma que ante cualquier inconveniente los pasajeros puedan saltar y salir del accidente con lesiones menores. Eso no se puede hacer en un avión, en cambio. Si esta idea hubiera sido adoptada en la década del treinta hoy tendríamos testimonios de pasajeros del Hindenburg detallando el saltito que dieron para sobrevivir, pero en lugar de eso volaron demasiado alto y ya se sabe lo que pasa cuando vuela demasiado alto. Eso le pasó a Ícaro, por pícaro.