Los rulos de Gaspar Offenhenden no tienen comparación posible. Motivo de elogio permanente, no responden a la analogía maradoneana, ni al patrón Valderrama o Bruno Mars. Rizos de una simetría y una hidratación única que fueron lo primero que debió entregar como ofrenda: «Para ser Fito Páez me tiñeron de negro y una noche me levanté para ir al baño, me vi al espejo y me asusté», confiesa. «Pensé que era otra persona. Eso fue muy gracioso».
De apellido alemán, 12 años, vecino del límite entre Belgrano y Colegiales, fanático de Ferro Carril Oeste, parlanchín, hijo de una abogada y un administrador de empresas, toca la flauta traversa y pasa gran parte de su vida en un colegio primario de doble escolaridad.
En El amor después del amor (Netflix) deslumbra como el pequeño Páez que vive en Rosario criado por padre, abuela, tía y germina en artista de La Trova rosarina. A pesar de su poca edad, supo hacerse carne de esa ausencia materna. Ya lo dijo Fito ante la periodista Leila Guerriero: «Si bajás el volumen y lo ves al tipo cantando, hay un tipo diciendo mamá, mamá, mamá. Sacales la letra, poneles mamá: funciona igual. De qué manera mi madre me está llamando hacia la muerte en mis ataques autodestructivos».